martes, 20 de marzo de 2012

El seto

Han asomado los primeros rayos de sol de la primavera que equivale a escuchar la llamada del deber de jardinera. Llena del optimismo del comienzo de la estación, me "armo" con una azada y demás artilugios cuyos nombres desconozco y me arrodillo sobre el césped a los pies del seto. Elijo hacer la tarea más ingrata primero: quitar hierbajos. Todo aquel que se dedique de vez en cuando a  las tareas de jardín sabe el efecto purificador que esto tiene. La mente se deja llevar por esto y lo otro: descubres un bicho que no habías visto nunca, te das cuenta de lo mucho que ha crecido esta u otra planta...
Al otro lado del seto está la acera. De pronto, escucho un levísimo arrastrar de pies: raaasss, raaaassssss.
Me asomo disimuladamente por la puerta: es el matrimonio de ancianos que vive al final de la calle. Caminan de la mano, a un ritmo lentísimo: necesitan dos minutos para cubrir la distancia que recorre el seto de mi casa  (escasos veinte metros). Me quedo de pie allí como una boba, mirándolos marchar. Hasta que alcancen su casa, pasarán al menos diez minutos. Observo cómo se han desmejorado, desde que me mudé a esta calle, hace nueve años. Por aquel entonces el marido pasaba a menudo pizpireto en bici hacia el pueblo y volvía con el cesto lleno con las compras. La mujer, muy coqueta, siempre bien peinados los bucles de su pelo blanco, caminaba erguida y me dedicaba una sonrisa dulce cuando la saludaba. Por aquel entonces el seto era muy bajo y veía a mis vecinos al pasar. Ahora el seto mide dos metros. Y ahora ni el hombre va en bici, ni la viejecita puede caminar sola: siempre debe ser ayudada por su marido.
 Han llegado al fin a su casa. El marido le suelta la mano para abrir la puerta. Dos segundos depués vuelve a asirla con fuerza.

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