viernes, 20 de abril de 2012

Adele (tercera parte): Debilidad

Alguna vez me pregunto por qué no siento simpatía por nadie. Ni siquiera en  mi círculo cercano. Quizá se debe a que mi círculo se reduce a la zorra de mi entrenadora, mi pareja de baile, mi madre y Lola. Lola es una perrita faldera que se me pegó en el instituto porque con su cara boba y su sobrepeso no tenía a nadie. No sé por qué prescisamente a mi, pero la cuestión es que aguantó viento y marea con mis pugnas constantes, que de haber sido de otra pasta le hubieran atravesado el corazón. Pero Lola se quedó ahí, disfrutando, pequeña masoquista, esperando que le llame para aprovecharme una vez más de esa dependencia ciega para que me haga esto o lo otro.  Una vez me preguntó si éramos amigas. Yo solté una carcajada atragantádome con el cócktel de marisco que le había mandado hacerme. "¿En que planeta vives?" le dice en un tono aún más hiriente de lo normal.  Entonces se le humedecieron los ojos, y yo pensé en salir como un rayo antes de que me montara un numerito llorica. Por suerte consiguió dominarse y yo pude terminarme el cócktel, que estaba delicioso, pero esto, por supuesto, no se lo iba a decir. Esa fue la única vez que Lola tuvo un momento de debilidad, después nunca más se atrevió a preguntarme algo tan estúpido. Creo que se conforma con imaginarse sus infantiloides nubes de color de rosa en las que las dos saltamos cogidas de la mano como las mejores amigas. Voy a vomitar. La verdad, lo que le pase a por la cabeza a Lola, a la zorra de mi entrenadora o a mi madre no me importa lo más mínimo, mientras no me salpique con, por ejemplo, repugnantes muestras debilidad. Puedes ser débil, pero por dios, no lo muestres.